Es harto conocida la crítica formulada a Lacan por la exigua duración de las sesiones, aunque bien vale destacar -cuando se leen testimonios directos- que no pocas se extendían excesivamente. Aquello, lo breve, fue adjudicado a la perversión del Maestro, lo que le habría permitido no sólo transgredir a placer -o mejor dicho a goce- la pauta freudiana, sino amasar una cuantiosa fortuna por vía de tratamientos y supervisiones.
Sin embargo, hilando un poco más fino cabría pensar otro sesgo. Quienes han podido contarlo, aseguran que las experiencias bajo riesgo de muerte habilitan la función de iluminar escenas de nuestra historia, que en tales ocasiones, sin ton ni son y a borbotones emergen a la conciencia.
Podríamos decir que sometidos a una amenaza concreta o fantaseada, ciertas barreras censoras se levantan. En el formato psicoanalítico ortodoxo el conocimiento a priori, por parte del analizante, del aspecto temporal del dispositivo, tiene un costado tranquilizador que bien podría fomentar lo repetitivo en la neurosis.
Pero sacado el tiempo analítico de sus cotas y de su previsibilidad propias del encuadre kleiniano, de corte obsesivo en su ritualismo, adopta los modos sorpresivos de lo contingente y se instituye como metáfora de la muerte súbita en el marco de lo que llamamos “dispositivo histerizado”, fundado por la Escuela Francesa. Esto no sólo opera eficazmente en la leva de barreras resistentes sino que confirma la tesis lacaniana de la paranoia como estructura básica en la constitución del sujeto.
Lo acuciante, lo riesgoso, lo amenazante de un final inminente, dispara la metáfora como atajo, coagula el insight, alude con perentoriedad alguna verdad del ser en lugar de dilatarse en los tranquilos caminos de la metonimia, más tardía en sus efectos.
Centrémonos ahora, desde este par de reflexiones, en la realidad social en la que estamos hoy inmersos. En plena posmodernidad, en el marco de una fragmentación inédita que como contracara de la globalización evoca un verdadero oxímoron, y de una cultura de la solidaridad poco menos que deshecha, en presencia del derrumbe estrepitoso de innumerables instituciones desde el salario hasta la amistad, pasando por otras menos pedestres como el hospital y la escuela en serio, sin embargo la vivencia compartida de terminación no nos llama a la memoria sino a la amnesia.
Recordar para no repetir, machaca Freud. La compulsión que el sistema ejerce sobre todos nosotros se alía con la propia de cada quien para entubarnos como a una manada boba, un rebaño que sólo desde las alturas del Poder se percibe aglutinado■
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