Ramón Contreras era el tipo de gaucho que uno espera encontrar en la región pampeana del sur de Córdoba. Su nombre, conservado en esta crónica, parece destilado de la pluma de Güiraldes o de Ascasubi. Pobre, enjuto, de una rusticidad plena, siempre andaba de camisa raída, bombacha de puños sucios y rastreros, retenida en la cintura con una faja de colores imprecisos. Las alpargatas desflecadas, aplastadas en chancleta, parecían integrarse a sus pies como una segunda piel algo más oscura que la propia, una excrecencia adherida en cuyo empeine se expresaban los relieves de los tendones, las venas, las falanges artrósicas, las uñas creciendo a su arbitrio. Calzaba un chambergo aludo quizá negro, echado hacia adelante, con un barbijo trasero hecho de dos riostras de tiento que le sostenían la techumbre bordeando por la nuca una porra oscura compactada en el rigor del agua salitrosa de la zona. Era un hombre solo, de personas y de cosas, un desprovisto que llegaba a las chacras buscando conchabo, sin caballo, cargando al tranco y sobre uno de los hombros un recado en perpetua reparación: solamente se perfilaban los bastos mostrando en sus terminales las puntas de los fajos apenas sujetados; en lugar de mandil y sudadera, recortes superpuestos de lonas diversas; haciendo de pellón, un pedazo irregular de cuero de oveja o chivo escamoteado en alguna carneada furtiva. Parco, sumiso, rendidor, luego del mate de las cuatro de la mañana y el ordeñe manual bajo cualquier clima, a eso de las ocho desayunaba formalmente en un tazón enlozado blanco, vino tinto con agua y azúcar en el que sopaba trozos de galleta trincha dura, de la que una vez al mes el encargado traía del pueblo en una bolsa de arpillera. Desafecto a los almuerzos compartidos, cada tres o cuatro horas se preparaba junto a un eucaliptus un breve asado de varias tiras deshuesadas sobre una parrilla armada con alambres de fardo entrecruzados. Comía parado, un pie contra el árbol, tomando la carne con los dedos, mordiendo una punta y degollando la tira con el filo de la faca hacia arriba en sucesivos guadañazos a milímetros de su nariz. Alternaba sus bocados con la misma galleta seca y tragos del vino que guardaba en una damajuana verde siempre escondida detrás de una retama, lejos de las casas. Se mondaba los dientes con astillas secas o el extremo agudo del cuchillo. Hosco, como defendido de algo, enunciaba con poca verba y todo el rostro mezclas de seriedad y tristeza. Contreras dispensaba en cada acción del trabajo vaquía y lentitud. No le conocíamos otros costados; el amor, la diversión, el debate, eran rubros ausentes al menos en el tiempo que compartió con nosotros, su entorno próximo, pese a que cotidianamente se presentaban ocasiones para la conversación o el contrapunto filoso en el que inevitablemente dos o tres finteaban en las comidas o las mateadas. A secas trabajo: arreo, doma, tambo, yerra, rodeo.
Sólo una vez, atardeciendo, lo vi airado, al punto de matar. Tenía encima un tazón de más y Miguel lo había retado por algún malentendido. Como un resorte largamente comprimido, se soltó desde su arco vertebral en un movimiento de apertura y rotación incorporándose desde la cuclilla para responder a una voz que le llegaba desde atrás, mientras desenvainaba la brillosa faca, lanzado a un ataque. Fue la única ocasión en que vi huir a un Miguel incrédulo, asustado; se refugió en su dormitorio en el momento en que Contreras lo alcanzaba; el encargado dio un portazo y la punta del cuchillo dibujó una vertical profunda en la madera desde el dintel hasta el piso de cemento. No hubo palabras, sólo el espacio temporal de la decantación, la distensión, el olvido. Ya al otro día los roles de siempre habían sido restablecidos por las rutinas del hacer. Pero esa marca en la puerta permaneció como un significante imposible de ser ignorado, una curva rabiosa, un paréntesis por siempre abierto.
Trabajado con parsimonia a chaira diaria, el cuchillo cinturero de Contreras cobraba vida en su diestra izquierda; su cara restregada de surcos y cicatrices por al menos cuatro décadas, persistía en el mismo gesto impávido para el sólo estar pitando o la puñalada corta con que aniquilaba a un novillo y lo desollaba desde el hocico hasta el extremo del rabo. Sus artes de cuereo y carneada eran una fiesta para el lego, el anatomista o el forense: primero un solo tajo axial de la pera al culo, luego cuatro transversos hasta cada pezuña, dos incisiones para los primeros despegues del cuero, enseguida la separación a embestidas limpias del puño que avanza recorriendo el cuerpo dócil, como una tunelera que cava estratos blandos; ya el volumen desnudo de veras, muestra músculos morados, grasa blanca más que blanca, nervaduras, los ojos por siempre abiertos, las patas estiradas; a un costado la piel gruesa, oscura, amontonada sobre la hierba como un capote empapado del que uno se desprende después de un aguacero. Sin un mínimo receso, el filo vuelve al eje para hendirse ahora hasta el peritoneo; las manos entran buscando el triperío y lo sacan a la gramilla en dos o tres oleadas: sorprende esa abundancia desparramada y diversa en formas y colores, como si no pudiese haber estado contenida en una sola panza. Los tramos de intestino y demás vísceras se mueven con lentitud, se acomodan, se expanden, se aplanan abarcando una colina en pastón de albañilería carnicera. Contreras carga sobre sus omóplatos las medias reses; sabe destazar la carne, salarla y colgarla en la ganchera del galponcito oscuro y fresco; luego afuera, tensa el cuero fijándolo a una rama alta y le ata al extremo suelto un buen peso –con frecuencia una rueda de carro de hierro macizo-, lo deja secar y al tiempo lo ablanda enroscándolo con giros trabajosos y contragiros veloces de la rueda soltada, volviendo a dar cuerda tantas veces como haga falta para lograr un lienzo maleable, sobado.
Como alambrador, lo he visto medir a trancos el terreno, pocear con pala de mango largo para el hincado de los postes, armar esquineros, envarillar los alambres luego tensados con las clásicas torniquetas golondrina, usar la herramienta california para fijar el varillaje al pentagrama, hacer maravillas con una tenaza, una “picueloro” o una “pulsiana”. Nacido en campo ajeno y primogénito de padres silentes, Contreras había integrado una fratría profusa de cabezas gachas acostumbrada a una obediencia escalafonaria. Analfabeto y de un exiguo lazo social tramado en visitas infrecuentes a boliches, quilombos y tiendas de ramos generales, era un intuitivo tal de oficios tempranos que habría deslumbrado a cualquier epistemólogo por la formidable construcción de conocimiento y razón que había forjado en la acción misma.
Nunca hubo entre nosotros mucho más que un buenas. Pero una tardecita de tiempos residuales en que la ronda había raleado y chupeteábamos los últimos mates, lo miré como formulándole una pregunta esencial imposible. Me devolvió una mirada esquiva, fugaz, tan torva como la del cancerbero de una cava infinitamente negra. Luego, un arqueo de cejas, la vista bajada, una omega de melancolía repujada en la frente, me dieron a entender confusamente el mudo fraseo de la resignación, como si en ese rictus pudiese condensarse toda una existencia de escaramuzas y batallas, y la perspectiva de una capitulación morosamente negociada. Así como leía a libro abierto el campo, el clima, las intenciones de los animales, había captado o creído captar mi gesto, cerrando el circuito con un mensaje cifrado que a un tiempo condescendía a una vislumbre y clausuraba. Dejó sobre la hornalla la pava tiznada por la leña cotidiana, se levantó crujiendo y salió de la cocina como de un espacio al que no pensaba regresar■
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